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La Envidia o el mal de las anguilas


Los griegos representaron la Envidia como un monstruo lívido con su cabeza llena de serpientes y mirada fiera, los romanos (diosa de la venganza y los celos) la asemejaban a una anguila porque pensaban que ellas envidiaban a los delfines, la Biblia la ejemplifica con la versión de Abel y Caín recogida en el Génesis, la Iglesia de la Edad Media la atribuye a Leviatán, un demonio que solo puede ser vencido por Dios, y Shakespeare con su Yago elaboró el más fascinante y retorcido envidioso de la humanidad. A partir del s. XVIII y de las supuestas rivalidades entre Mozart y Antonio Salieri, muchos tertulianos de salón comenzaron a llamarla “el mal de Salieri”. Grandes artistas, escritores y poetas recrearon escenarios donde la Envidia fue protagonista ejemplar. Es decir, la Envidia ha sido plato de primera en todas las mesas a través de los siglos, desde las más fastuosas hasta las más humildes, y sobre esta última tengo una “parodia al lado del canto”, una historia de barrio que por estar tan aislada del gran mundo viene a corroborar lo que siempre he dicho: la envidia patológica de la que habla el Dr. Salichiker, es la infelicidad de los que son incapaces de lograr, hacer y disfrutar lo que otros sí pueden, vístanse de oro como de yute. Según Salichiker, "cuando una persona se obsesiona y deja de vivir por estar pendiente de tu vida o en este caso en la vida de su adversario, de su entorno, y entre otras cosas siente agobio por cada uno de sus triunfos (…) aparte de mostrar signos graves de inferioridad, te muestra que estás tratando con una persona psiquiátricamente enferma."   Esta realidad que domina los sentimientos de muchos seres humanos, solo puede ser “mitigada” o aliviada -por decirlo de alguna manera- por otros igualmente devastadores, como la venganza, de modo que la cadena de efectos secundarios negativos se engarzan en una complejidad casi siempre indetenible.

Nosotros nos hemos llevado bien con los vecinos históricamente, cuando hablo de “nosotros” me refiero a los que vivimos de este lado de la cerca. Además, hemos sido tolerantes, serviciales, amables y educados. Creo que la buena convivencia reside en la actitud positiva hacia los otros, y la tolerancia es una de las cosas que se deben de tener en cuenta. El sentido de “comunidad” debe ser usado de acuerdo a las circunstancias, no todo es color de rosa pero existe un lenguaje conciliador que se supone predomine por sobre los de confrontación si queremos vivir en paz y en armonía. El caso es que a veces estas reglas esenciales de convivencia son muy difíciles de cumplir, y una de las causas es la existencia de la envidia… sí, la envidia, que con su ponzoña venenosa teje sibilinamente su disconformidad y angustia entre las redes festivas de los demás.

El episodio que origina estas deducciones de mi parte se encuentra “al otro lado de la cerca”. Empieza una tarde en el patio de al lado donde se monta una barbacoa para agasajar a los obreros de uno de los vecinos, que es manager en una compañía de construcción. Mientras tanto, otro vecino está sentado en la puerta de su casa, en la parte delantera de la unidad, observando el desfile de gentes que va entrando a la fiesta. Tiene muy mal aspecto, los cachetes rojos, la mirada amarga, un rictus de disgusto en la comisura de los labios. Está solo porque se ha peleado con todos por X problemas personales, pero está ahí, calentándose la sangre. Su envidia se va cocinando con las chispas de la barbacoa, con el olor a carne quemada, el aroma de la cerveza, las risas del grupo, los chistes, la música –horrible para mi gusto, es cierto, pero a él le gusta y daría lo que fuera por estar allí. Así se pasa toda la tarde, apoltronado en los escalones de su puerta con los ojos inquietos, en nuestra casa incluso vamos comentando durante la tarde la pinta horrible que tiene el desdichado, intuimos que de un momento a otro saltará y echará a perder el gathering con alguna salida rabiosa. Pero no, pasan las horas y él sigue en el entra y sale, tirando puertas, dándole patadas a la alfombrita de la entrada, esperando como las bestias el momento preciso para embestir.

Cuando termina todo, él está en el pasillo, seguramente estuvo rumiando algún discurso hiriente para el instante esperado, y así fue, cuando iban saliendo los alegres y satisfechos obreros, la fiera sacó las garras y empezó a arañar a diestra y siniestra… “por aquí no los quiero más carajo”… “le voy a poner un candado a la puerta”… “mañana hablo con el dueño para que saque de aquí a fulano”… a grito pela’o y tan obscenamente que daba grima. Cuando todos salieron se fue para la parte de atrás y empezó a insultar al señor que hizo la fiesta, y hoy al anochecer, el dueño de la propiedad estaba ahí oyendo su lamento de victimario incomprendido, y lo peor, quien se llevó el raspa polvo fue el pobre hombre que se parte el lomo bajo el sol cada día y solo de Pascuas a Ramos hace una barbacoa dominguera para relajar las tensiones cotidianas.  

Lo que más me disgusta de esta historia, aparte de la malasaña manipulativa, es que el cabroncillo me llamó a través de la cerca para “pedirme el favor” de “servirle de testigo” cuando el dueño viniera al siguiente día a “resolver el problema”, y fue ahí cuando las reglas de convivencia de las que antes hablaba se fueron a bolina. La verdad, estaba tan disgustada que ni recuerdo textualmente lo que le contesté, pero sí recuerdo que le dejé saber muy claramente que no me meto en la vida de nadie y mucho menos para perjudicar a un vecino, que todos tenemos derecho a celebrar con amigos en un fin de semana lo que nos dé la gana con la música que nos apetezca (aunque nos disguste, qué se va a hacer), porque para eso pagamos renta y vivimos en sociedad. Si no se quieren vivir estas cosas, hay un camino muy fácil para evitarlo: mudarse para los Everglades con los cocodrilos, que son muy silenciosos y no hacen fiestas que perturben al medioambiente.  En fin, así es la envidia, ese oscuro reino de la desdicha que tanto daño hace al que la siente como a los que injustamente se convierten en sus víctimas.

Hay que dejar vivir a los demás, hacer como hacemos en nuestra casa cuando en uno de esos domingos entra el chan chan de una banda o el piriquipampun de un reggaetón por las ranuras: subir el volumen de la computadora o la tele, escuchar la música que preferimos, ver una película de acción o salir a tomar un café, porque es más fácil adaptarse a las circunstancias que jerigarle la existencia a los que se divierten después de soportar una semana agotadora de trabajo.

Ahora me voy a escuchar a Mozart, y por qué no, a Salieri, quien después de tanto trasiego competitivo, murmuraciones y las venenosas intrigas de Giovanni Battista, cuando fue nombrado Kapellmeister prefirió para el acontecimiento Las bodas del Fígaro a una de sus óperas. Como pueden ver la envidia a veces tiene cura… mientras no se transforme en locura.


C. K. Aldrey 
Foto: Internet Library

2 comments:

  1. Magnífico. La envidia ha sido la causa de tantos graves males... Pero maravilloso tu final. Ojalá tuviera cura en este país de las "spains".

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  2. Mala "cosa" la envidia, amiga mía, y es lo que dices, es la causa de muchos de los males de la humanidad. Un fuerte abrazo y gracias por comentar!

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