Mi
padre fue acusado por el delito de atentar contra los poderes del estado, y
aunque sea difícil de entender para aquellos que han nacido en democracias,
condenado a ocho años de prisión sin pruebas ni evidencias, excepto las
hipotéticas suministradas por un agente infiltrado que resultó ser uno de sus
mejores amigos de la infancia. Cuando salió de la cárcel estaba irreconocible, aquél hombre fuerte, de caminar certero, ademanes enérgicos y simpatía
contagiosa, en los años de presidio político se había convertido en un endeble
caparazón de mirada turbia. En las pocas ocasiones en que conversamos de sus
experiencias, tuve el desafortunado privilegio de escuchar historias
escalofriantes.
Una
vez me contó que los desnudaban en plena madrugada y los pegaban unos contra
otros en medio del pasillo, sólo para lograr que alguno de ellos respondiera a
los reclamos de la naturaleza con una erección involuntaria. Cuando sucedía,
sacaban de la fila al desdichado y le entraban a culatazos, avergonzándolo ante
todos y creándole un antecedente de homosexualidad. El objetivo era
desacreditarlos, desunirlos, humillarlos, y hacerles pasar las de Caín. Después
el reo era aislado en una mazmorra llena de ratas, humedad, excremento,
fetidez, extremadamente pequeña, sin luz, eso que a veces ves en las películas
y que atribuyes a la imaginación del guionista, pero que en la realidad existe
tal cual. Otra cosa que les hacían cuando los castigaban, era pararlos al borde
de una silla, solamente apoyados con la parte delantera de los pies. Si se
caían, que era siempre pues los dejaban así hasta que sucediera, les entraban a
patadas gritándoles toda clase de improperios. A mi padre le sucedió, y al
salir de allí estuvo toda su vida padeciendo de los riñones debido a los
golpes.
La
comida se la servían con gusanos, gorgojos y toda clase de inmundicias, era
escasa y mal cocinada, aunque si estaban castigados ni siquiera agua les daban.
En ocasiones de las celdas de castigo eran enviados a la enfermería por
deshidratación o por haber enfermado con gastroenteritis o neumonía, entre
otras enfermedades comunes en la cárcel, incluso tuberculosis o cegueras
producidas por virosis, bacterias de la suciedad, avitaminosis o por los
cambios bruscos y continuos de iluminación –eso que se llama vitiligio-,
especialmente en los llamados plantados, los
prisioneros muy rebeldes que no aceptaban ningún tipo de transigencia con el
poder y se enfrentaban al orden establecido con verdadero heroísmo, así que por
tanto eran los más susceptibles a ser constantemente castigados.
En
aquella época aun existían ciertas tolerancias, incluso de índole
administrativa, pero con los años la represión recrudeció y las condiciones de
los presos eran cada vez más violentas y deshumanizadas, incluso perdiendo
prácticamente el derecho a la atención médica como una forma más de tortura
entre otras muchas cosas, aunque de puertas para afuera se quisiera dar la
imagen de todo lo contrario.
A
mi padre le suspendían constantemente el derecho a visitas, a recibir
correspondencia o algún paquete de
comida enviada por sus hermanos –la que se repartían los guardas ante sus
narices-, y a salir al patio a tomar el sol. Él me contaba que a veces iban sus
hermanas a visitarlo en los días admitidos y ni siquiera lo llamaban, al igual
que sucedía con otros prisioneros, con lo cual la agonía era traspasada a los
familiares pues en ocasiones estos tenían que viajar desde pueblos lejanos o
venían de otras provincias.
Las
torturas a los prisioneros con discapacidades, el uso y abuso indiscriminado de
las tonfas –instrumento para
golpear-, la corrupción del personal carcelario –los que pactan con criminales
peligrosos para que provoquen y maltraten a los presos de conciencia-, la
negación de atención médica o medicamentos, las huelgas de hambre, las celdas
sin camas ni colchones, las famosas
gavetas –celdas tipo sarcófago en donde sólo se puede estar acostado-, y otros
tantos hechos y degradantes circunstancias, con los años han devenido paisaje
natural de las cárceles cubanas.
Un
preso político es menos que un simple animalillo de callejón, es un ser
abandonado a su maldita suerte, obligado al protagonismo de soledades,
angustias y tristezas, un individuo que a falta de tribunas le sobran motivos
para querer morir. Mi padre salió de la cárcel, viajó, vivió miles de
experiencias nuevas fuera del país, pero se quedó allí, entre pesadillas de
hierro y memorias negadas a desaparecer. Lo supe un día cuando en plena
madrugada sentí un lamento de lobo entre sus sábanas. Pensé que era un infarto,
hacía sólo unos meses que lo habían operado del corazón. Cuando me acerqué a su
cama estaba forcejeando con sus fantasmas y gritaba que le habían roto las
costillas, mientras yo procuraba torpemente de consolar lo inconsolable. Creo
que fue la primera vez que lo abracé con dulzura después de tantos años de separaciones
y dramas familiares. Era primavera en California y los pájaros de la noche
cantaban entre los árboles, abatidos por los vientos de Santa Ana.
C. K. Aldrey
Foto: Internet Library
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