Jacqueline Sassard ha montado en el autobús, se sienta frente a mí con el peso
de su cuerpo a la derecha, cruza una pierna, lleva gafas oscuras y adivino que
es una estrategia para poder observar a su alrededor sin que se advierta. Ha
engordado pero es muchísimo más joven, los labios siguen siendo carnosos y
delineados, tan sensuales que todas las miradas se rinden, incluso la de una
viejita cascarrabias que apoya sus manos en un bastón psicodélico.
Jacqueline Sassard lee un mensaje en su celular, de esos que son planos y
sofisticados. Sonríe con picardía. Quizás alguien le ha dicho que la desea y
ella juega con la lengua que se asoma como lagarto inquieto. Sí, está satisfecha
de la vida, enamorada, aun así no puede evitar entregarse a los demás, y no es
vanidad, es certeza de su encanto, ese que le hace mover las cejas como notas
en un pentagrama.
Jacqueline Sassard se queda mirando fijo a un chico que está sentado a mi lado,
no se le ven los ojos pero él sabe que ella lo escruta porque no mueve la
cabeza, la tiene clavada sobre los hombros con una rigidez de amazona al acecho,
orientada directamente hacia él y empujándolo contra el espaldar sin
remordimiento. El chico empieza a moverse en el asiento, sin querer me pisa y
pide disculpas algo nervioso.
Jacqueline Sassard es implacable y persistente, su cinismo de mil batallas es
arrollador. Antes de salir del autobús se baja las gafas y lo mira descaradamente:
Have a nice day, baby, le dice. Yo me
río por dentro, el chico no contesta, le han cortado la lengua.
Texto:
C. K. Aldrey
Ilustración:
thinkstock
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