Durante el día la
ventana vecina se mantiene indiferente, al anochecer se enciende, veo la
persiana abierta filtrando la luz de la habitación donde sé que alguien sueña,
descansa, lee un libro, hace al amor o le puede doler la cabeza y quizás una
mano compasiva le unte mentol en las sienes. Mi ventana también está abierta y
encendida, todos pueden vislumbrarla a través de las sombras y a veces me he
sentido observada, no sé si por los mapaches, los gatos o alguna mirada que
escudriña las nubes desde la paz y el silencio de su jardín.
Un amigo me dijo
que le impresionaba mi ventana abierta a la noche, él no hubiera podido en su
casa tener ante sí semejante imagen de oscuridad que le hacía sentirse
vulnerable y espiado, pero yo nada más veo la noche y no le tengo temor, solo he
visto la silueta de árboles arroparse en la neblina, mariposas y salamandras
cruzando por las ramas y el filo de la luna. Los muertos están adentro, tallados
en el corazón, y los pillos no deambulan por patios que nada tienen que perder
a no ser que estén huyendo de la persecución policial, algo que solamente ha
sucedido una vez desde que vivo aquí hace tres años. Eso sí, tuve un fiel rescabuchador que desapareció cuando
decidí ponerle candado a la verja, pero a él le gustaba la ventana con la
cortina echada, nunca aparecía mientras mis ojos estaban fijos en el cristal,
su reto era imaginarme, intentar distinguir por las rendijas mi intimidad, hacerme
sentir sus pasos en la hojarasca, escuchar cuando ladrábamos mis perros y yo a
su infeliz audacia. Al final supe cuál de mis vecinos era el transgresor, una
tarde se delató al decir “que no debería encadenar la verja porque si había un
incendio iba a quedar atrapada”, estaba realmente disgustado pero a mí no me
produjo ira sino una repugnancia absoluta que sin lugar a dudas notó, al
parecer sus sombrías aventuras por los jardines del barrio eran famosas según
me contó después otro vecino.
Todas las
ventanas del mundo han sido escenario permanente de la actividad humana, en el
solo hecho de asomarnos hacia el exterior ya va implícito un gesto de curiosidad
o inquietud, que si va a llover, si ha salido la luna, a quién le ladran los
perros, he visto una sombra pasar, ya viene la procesión, cierren que están
disparando, qué bella está la tarde, hay un sol que parte las piedras, ahí va
fulanita con su nuevo amante, secuencias de la vida cotidiana que entran y
salen a través de ese observatorio que es una ventana, aunque por ellas se
hayan lanzado suicidas al vacío en las grandes ciudades -como sucedió con una
vecina mía del Vedado y una amiga querida en Barcelona-, se tiren baldes de
agua sucia, escupan los guarros, grite la chusma en los arrabales, se tiren
colillas encendidas, nos hayan invadido los terrores de las guerras y el paso
estremecedor de ejércitos y raleas indeseadas o aplaudidas por siglos. Recuerdo
como si fuera hoy la ventana de la presidenta del Comité de Defensa de mi
cuadra allá en La Habana, siempre a oscuras y con las persianas a medio abrir,
todos nos podíamos imaginar detrás un par de ojos persistentes, entrometidos y
malévolos cumpliendo el sacro deber de jeringar a los demás.
Algo que me
gusta de mi ventana con el fondo nocturno, es que en el cristal se reflejan los
detalles del cuarto, la vela danzando, la lámpara de pie con su largo brazo
sosteniendo el sombrero traído de Key West, la hilera de libros que está encima
del escritorio, uno de mis cuadros colgados en la pared, incluso mi propia
imagen, es como otra dimensión o estar en otro lugar del espacio a la misma
vez, haciendo las mismas cosas y observando hasta de una manera impersonal mi
propia realidad, y todo ello mezclado con otras ventanas donde muchas energías
se suman a ese gran cerebro que es el Universo.
A veces se apaga
una ventana y se encienden otras, la mía permanece despierta, atenta al canto
de los grillos y al chillido de las ratas cuando son apresadas por las
lechuzas, al viento de lluvias estivales y al vuelo de los murciélagos, al
caminar despacio de los dueños de la noche y sus instintos de supervivencia. Ahora
mismo he sentido un estruendo y he visto caer algo del cielo, pero no hay que
preocuparse, ya es la hora en que los gatos hacen el amor en los tejados y algún
que otro aguacate es desprendido del árbol por las garras hambrientas de los
mapaches.
Texto y foto: C. K. Aldrey
No comments:
Post a Comment