En apariencia nada cambia en el mar excepto que van
extinguiéndose las ballenas azules y otras especies por diversos motivos, entre ellos la contaminación y la caza o pesca ilegal. Lo vemos siempre del color
del cielo, ya sea azul, verdoso o gris, invariablemente con su oleaje y sus
resacas batiendo contra las costas. Por fuera es lo que siempre hemos visto,
una inmensa pradera de agua salada que nos adormece y reconforta. ¿Pero tenemos
conciencia de su fragilidad? Es tan vasto que no se nos ocurre pensar o recordar
que puede llegar el día en que su fauna desaparezca, y que llegue a ser solo un
campo de algas tóxicas frente al que nos sentaremos a recordar el canto de las
sirenas homéricas. Por suerte existen personas que lo razonan, otras muchas que
se preocupan, grupos que aportan su tiempo y su bolsillo para tratar de evitar
esa catástrofe, seres que apenas sabemos de su existencia y que de pronto
aparecen de la nada para sembrar lecciones que algunos no olvidarán.
Un día yendo en el autobús hacia Downtown, venía sentada frente a mí una
señora con sus dos niños, los que por cierto, no tenían ni la más mínima idea
de lo que era comportarse civilizadamente, parecían dos fieras trepándose por
las ventanillas y corriendo por los pasillos sin hacer caso del chofer que los
mandaba a sentarse. Lo que más me llamó la atención fue la increíble
indiferencia de la madre, que los dejaba gritar, fajarse uno con otro y hasta
faltarle el respeto a los viejitos que apresurados se largaban a la parte de
atrás del autobús para escapar de los embates. Uno de ellos, gentil hombre de
pelo muy blanco, gafas que le caían casi en la punta de la nariz y aparentaba
estar en el Limbo absoluto, tenía un fajo de periódicos sobre las piernas y se
dedicaba a repasarlos uno por uno, luego los doblaba con cuidado y los ordenaba
con paciencia hemerotecaria. El niño mayorcito, desenfrenado a más no poder,
sin querer le dio una patada y el gentil hombre, sereno como un muerto, se le
quedó observando y después de unos segundos le dijo con ojos muy abiertos:
“¿Sabes lo que son las ballenas azules? Son mamíferos gigantes que viven en el
mar y hombres muy malos están acabando con ellas, las cazan, las cortan en pedazos y se las comen”. Los dos niños dejaron de
irse a las manos y comenzaron a prestarle atención algo impresionados por su expresión vehemente y algo intimidante. “Por eso hacen falta muchos
hombres buenos que las salven… ¿te gustaría ser cuando crezcas un hombre bueno
que salve ballenas azules, o quieres ser un hombre malo que las mate?”. Con la
misma abrió uno de los periódicos y enseñó a los niños una foto que venía
acompañando un artículo que hablaba sobre la posible y rápida extinción de las
ballenas azules y blancas, y empezó a explicarles todo sobre las ballenas, al
punto que los niños comenzaron a hacerle preguntas tras otras hasta que
llegaron a la parada donde tenían que bajarse, que casualmente era en la que me
tenía que bajar yo. Regresando a su naturaleza indisciplinada, los niños se
mandaron a correr por la acera gritando “yo quiero una ballena azul, yo quiero
una ballena azul” seguidos por la hartura de su indiferente madre que al menos,
también se había dignado a escuchar la predicación sobre las ballenas al igual
que el resto de personas que veníamos sentados en la parte delantera del
autobús.
Es verdad que en una diligencia de cuatro ruedas -como le decía mi hermano a las guaguas
en la Cuba de los setentas-, pueden entrar diariamente cientos de anécdotas
curiosas, muchas desquiciantes y desagradables, otras entretenidas o simpáticas,
pero ese día entró el mar, y quedó probablemente grabado en la mente de dos
niños traviesos que al crecer, quizás tengan la oportunidad de salvar ballenas
y otras muchas especies que la inconciencia y la depredación viciosa del hombre
han condenado a muerte.
C. K. Aldrey
Photo: Mrwallpaper
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