Viajar en autobús
no tiene por qué ser una pesadilla, muy por el contrario, a veces es un sueño.
Si vas sentado al lado de la ventanilla puedes ir contemplando las calles de la
ciudad (a no ser que las ralladuras de graffiti te impidan la visión al exterior)
a veces tan largas que llegas a pensar que nunca arribarás a tu destino. Y esas
calles, solitarias aunque sea mediodía, te dan la medida de cuántas almas se
encuentran encerradas en sus propias historias. Quizás tendrás la suerte de ver
en ciertas esquinas un grupo de personas, todas respondiendo a la dinámica
cotidiana de la supervivencia, a niños saliendo de una escuela o viejitos
entrando en una clínica, verás pasar un avión a través del cielo nublado, árboles
muy verdes sobresaliendo de los jardines, y sentirás el silencio de la ciudad
solo interrumpido por el sonido monótono del tráfico.
Pero el interior
de un autobús es otra cosa, un paisaje diferente con su fauna peculiar, sus
códigos específicos pero sorpresivos. Es algo así como una ciudadela donde los
vecinos se gritan de balcón a balcón y te enteras de la vida y milagro de todo
el mundo. Porque el autobús es también un confesionario, allí la gente cuenta
en voz alta sus tragedias, sus fantasías, las frustraciones familiares, y se
desahogan insultando a diestra y siniestra a cuanto atrevido manda a callar. En
todo este barullo que apelmaza el tórax de un autobús se mueven personajes
increíbles, nunca me había detenido a pensar cuán importante es un autobús, y
no ya en términos de infraestructura y logística dentro de una urbe, sino por
su función comunicadora, hablas con tantas personas de tan diversos orígenes,
que sin pensarlo vas entrando en sus patios, en sus casas, en el drama de sus
vidas, y los que no tienen oportunidad de explayarse en otro sitio, tienen esa
magia de cuatro ruedas que a pesar de ser pública, les guarda los secretos puesto
que al bajarse a la acera muy pocos los recordarán y por poco tiempo, de modo
que la mala leche se filtra así como las alegrías imposibles de reprimir, infinitos
coloquios, diálogos y soliloquios que seguramente recogidos en papel serían el
mejor testimonio de una época.
Mi vida actual se mueve
alrededor de la calle Ocho, a no ser que tenga que ir al médico, de compras al
Publix de Brickell o al Social Security, así que las rutas que generalmente
tomo son la 207 y la 8, ambas corren de Este a Oeste y viceversa, y mueren en
el Downtown, parte del conglomerado que baja y sube vive en áreas donde es muy
común encontrar individuos vinculados a la irrealidad total y absoluta,
personas retiradas como yo, estudiantes en desventaja económica, obreros y
empleados de servicio, algún que otro profesional espantado por las tarifas crecientes
de la gasolina, madres con sus chiquillos y también un par de artistas que
tienen sus estudios en las calles aledañas, aunque normalmente este es el mismo prototipo de personas que dependen del transporte colectivo en toda la ciudad.
Hace poco estaba
sentada en uno de los asientos laterales y el de al lado, que estaba vacío, fue
ocupado por un señor que estaba hablando por el celular y que al parecer tenía
que ver con la farándula, al menos eso fue lo que interpreté por su
conversación. Entre otras cosas, decía que le habían dado un programa en la
radio para él solo y que fulano de tal había manifestado en la televisión que él
era el Frank Sinatra cubano. A todas estas, entre col y col intercalaba pedazos
de canciones “quiero decirte, cuando estemos solos, algo muy profundo…”, etc.,
etc. Pienso que tendría unos 75 años más o menos, hablaba en voz alta y miraba
de vez en cuando a su alrededor para observar si estaba siendo escuchado, pude
ver a una señora que lo miraba sonriendo y movía la cabeza
condescendientemente, yo por supuesto, también lo miraba y sonreía, porque sin
lugar a dudas él necesitaba público, saber que de algún modo era el centro. Intuía
que había algo extraño en esa conversación acompañada de boleros, hasta que por
fin llegó a la parada donde tenía que bajarse y mientras lo hacía repetía una y
otra vez “aló, aló, aló, parece que se cayó la llamada…”. Cuando salió del
autobús la señora me dijo “el pobre… todos los días es lo mismo, no habla con
nadie, se lo inventa…”, algo que de momento no me impactó pero que cuando bajé
del autobús, me asaltó la mente como un episodio fantástico donde había sido
invitada a participar como parte del entramado que un señor sin audiencia urdía
cotidianamente para compartir su soledad.
Caminando bajo
el anochecer en dirección a casa, me preguntaba cuántos corazones solitarios y
cuántos indiferentes, se hallaban detrás de las miles de puertas que solo se
abrían para dejar pasar vidas que no tenían espacio libre para mirar a los
lados, especialmente hacia aquellos que fueron indispensables en otros tiempos:
los señores de la llamada tercera edad.
C. K. Aldrey
Foto:
cka
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