En la Calle 8 y una
de sus tantas avenidas suele reunirse un grupo de señores adictos al alcohol,
no crean problemas, nunca lo han hecho. Discuten de política, de las cosas que
han dejado atrás, los amores perdidos, los hijos. Las espirituosas estimulan
esa añoranza indómita por la tierra que los viera nacer. La mayoría de ellos son
cubanos, el tono y el registro de las voces imprimen el sello distintivo de la
nacionalidad. Quienes pasan por su lado a veces sonríen de las ocurrencias que
vuelan de boca en boca y el jolgorio que no admite interferencia, voces sobre
voces ganando terreno sin concesiones, en otras palabras, todos hablando a la
misma vez, algo que siempre ha sido motivo de asombro para los que no son
cubanos. La pregunta clásica: ¿cómo pueden entenderse? Y es que el cubano habla
para sí mismo y ha logrado combinar a la perfección “el oír y el hablar” (que
no es “el escuchar y el conversar”) de modo que no se le escapa una, como se suele decir. El fenómeno es tan
característico que podemos definirlo como genético, pero no es nada
excepcional, todas las culturas tienen también sus emblemas de sangre, su
gestualidad que los identifica aunque no sean tan escandalosas.
El caso es que la
mayoría de los señores fue desapareciendo, es decir, muriendo. El primero en
partir fue X A. Llegaba todos los mediodías en su silla de ruedas y se quedaba
hasta el atardecer, era fanático de los “raspaditos” de la lotería, yo calculo
que tendría aproximadamente unos cincuenta años o quizás un poco menos, como
todos ellos su salud estaba muy deteriorada y tenía problemas en los riñones y
el hígado. Saludaba a todos los que entraban en la bodega o le pasaban por al
lado -en realidad el saludo era colectivo pues todos lo hacían al unísono en
plan festivo, a no ser que estuvieran enfrascados en alguna bronca competitiva-,
y siempre tenía una sonrisa alegre en el rostro.
El segundo en
partir fue X B, que bajaba de no sé dónde con dos perros negros callejeros de
talante amistoso, él los cuidaba muchísimo pero además, todo el barrio
contribuía -y contribuye- a alimentarlos, pero esa ya es otra historia que
contaré algún día. El caso es que X B hacía trabajitos de handyman por los alrededores, se buscaba la vida para poder
subsistir, cuidar de los perros y comprarse todas las tardes su six pack de cerveza o su botella de ron.
Era de los últimos en irse a dormir, la bodega cerraba y él se quedaba allí,
con los perros y algún que otro noctámbulo que probablemente se quedaba por las
mismas razones, la puñetera soledad, la añoranza, la nota irremediable. Desde
que partió los perros se han convertido en leyenda, van todas las tardes a la
misma hora al sitio donde solía sentarse, se quedan allí acostados en la acera y
esperan fielmente a que aparezca, luego se marchan por esas calles de silencios
y sombras quizás sintiendo que han sido abandonados, aunque X B sabía que el
barrio los quería y que todos se ocuparían de ellos si él faltara, algo en lo
que no se equivocó.
Luego desapareció
X C. Lo apodaban “Jama” porque aparte de parecerse increíblemente al “Jama” de
la Isla, en su locura se había fusionado al personaje, hablaba como él, decía
las cosas que él dice, no hablaba sino gritaba y andaba en una bicicleta que
peligrosamente maniobraba de un lado para otro, muchos llegamos a pensar que
era el “Jama” auténtico que había sido deportado de Cuba. Una vez que yo estaba
esperando a que cambiara la luz del semáforo, vino con su bicicleta y se paró
en el medio de la calle con la luz verde en pleno apogeo del tráfico veloz, y
los coches chirriaron las llantas y frenaron, todo ese espectáculo para que yo
cruzara la calle, lo que tuve que hacer en contra de todas las reglas posibles
para evitar sus exaltaciones. Me gritaba: “¡Pasa,
pasa… ellos son los que tienen que esperar!”, y los propios choferes
empezaron a hacerme señas para que pasara de una vez. No sé qué se hizo de él,
si está ingresado en alguna institución de higiene mental, si murió, si se ha
mudado o si regresó de donde vino, pero desde hace unos meses tampoco ha
comparecido en “la esquina del lamento”, como yo le llamo a esa esquina de la
Ocho por haber sido testigo de tantas historias, algunas con carácter
dramático, otras muy tristes.
X D era mi
favorito, un hombre gentil de ojos verdes muy hermosos y piel oscurecida por
sus padecimientos hepáticos y la diabetes. Me acostumbré a nuestros diálogos,
siempre sereno, educado y desbordante de sabiduría popular, tenía refranes para
todo y una hábil disposición para intuir “por dónde venían los tiros”. En los
últimos meses tenía que andar con bastón y luego en silla de ruedas, podía
caminar pero se le hacía difícil por la inflamación de las piernas, tuvo que
ser ingresado incontables veces y cuando salía del hospital su piel se veía más
clara y el rostro mucho más desinflamado… pero no podía dejar de beber y fumar a
pesar de todas las advertencias de los médicos. Siempre que iba a la bodega lo
primero que yo hacía era echar una mirada por los alrededores para ver si lo
veía y charlar un poco con él, nos contábamos historias, comentábamos sobre el
tiempo, las muertes del barrio, los gatos, los perros negros, y cuando no lo
veía, me iba a la casa del vecino que vive pegado a la bodega y él me informaba
si estaba ingresado. Cuando no estaba lo extrañaba, por eso siempre he pensado
que existen almas que tienen un factor común que las hace converger, como si en
otras dimensiones u otras vidas, hubieran interactuado de alguna manera. Eso me
pasaba con X D, al extremo que cuando murió yo lo supe antes que nadie me lo
informara, aunque al recibir la noticia, precisamente por ese vecino que
también conversaba mucho con él, sentí una especie de desgarramiento, de
compasión y tristeza que todavía perdura. La tarde en que me dieron la noticia,
para ser exactos el lunes pasado, vine a casa y le encendí una vela, según me
contaron murió ahogado en el mar producto de un infarto mientras nadaba, y no
sé por qué pero pienso que él quería morir así, era devoto de la Vírgen de
Regla, el pueblo donde nació. Puedo decir que este recuento nació más que todo
por su partida, algún homenaje tenía que darle a quien compartió conmigo
minutos cotidianos y entrañables.
Ahora la esquina
tiene nuevos visitantes y los pocos sobrevivientes siguen encontrándose a
diferentes horas del día, alguno que otro me ha llegado a decir “ya no es lo
mismo sin fulano o mengano”, de hecho la esquina está mucho más sola, pero no
dejan de ir, de buscarse, porque nadie los espera en casa, porque algunos no
tienen casa, porque con alguien hay que compartir la muerte y las pocas dichas
que han vivido. Y yo sigo pasando de vez en cuando por esa esquina camino a la
bodega, y saludando, y deteniéndome a conversar con ellos, porque alguien debe
hacerlo, porque alguien tiene que escuchar más que oír, y a cambio recibo
palabras sin dobleces, historias para contar después.
C. K. Aldrey
08-11-2013
Foto: cka
Foto: cka
Una de esas crónicas que se escriben desde el corazón porque no hay otra manera mejor de hacerlo. !Una joya!
ReplyDeleteMuchísimas gracias, Ernesto! Me alegra que te haya gustado.
ReplyDeleteUn gran beso, Karin